La importancia de ser formal

La formalidad es sinónimo de caduco, anacrónico y más bien cursi. No hace mucho tiempo, ser formal significaba merecer confianza, ser puntual, cumplir con los compromisos, acudir a las citas, responder debidamente las llamadas telefónicas y dar los buenos días a ese vecino al que desearíamos ver en la picota, en la plaza pública. A partir de los sesenta, con los hippies y el aula sin muros, la informalidad se convirtió en la norma. Ser informal, ir informal daban un gran respiro. Ahí comenzó el eclipse de la corbata, las familias que comían cada uno a su hora y decorar los apartamentos con dibujos del niño de la casa. Informales todos, hasta que la informalidad se convirtió en un nuevo código, como ocurre siempre. Aparecieron los posmodernos con camisas oscuras y corbatas negras. En los restaurantes imperaron los platos cuadrados y los camareros de negro.

La nostalgia por la formalidad es cosa de revistas de moda y dura unos pocos días. Pero es que uno comenzó negando la formalidad en los gestos de cada día y acabó eliminándola de la democracia parlamentaria, de la consideración de las artes y de las formas de trato que llamamos vida pública. La formalidad protegía hechos íntimos, el espacio corporal, las relaciones personales y cierta forma de respeto a uno mismo que se sustenta primariamente con la ducha, llevar la camisa limpia y atender a ciertos principios de armonización cromática al elegir la corbata por la mañana. Hay que preservar bien la raya de los pantalones, salvo si son tejanos. Sobre todo, no queda bien agitar el hielo del vaso bajo con whisky estirando la punta del dedo meñique. Evitemos también el polvo en la punta de los mocasines y meterse en un ascensor que sube antes de dejar salir a los que bajan.

Las formas son de gran importancia, sin condición alguna. Quizás por eso se impuso la informalidad en tan poco tiempo. Así sustituimos la democracia por el democratismo y la opinión pública por el impudor colectivo. Si el caos asoma todos los días, la formalidad es el invento para domesticarlo. Eclipsada la formalidad, irrumpe lo informe del caos. No hace falta reclamar el uso del sombrero para darse cuenta de que un buen saludo a la gente que respetamos y con la que convivimos ensancha las posibilidades de ser más nobles. Con el tuteo, la regresión dio un paso casi violento, intempestivo. Nada más ofensivo que oírle a un adolescente tratar de tú a un camarero de toda la vida. Esas cosas antes se enseñaban y se aprendían en casa. Era un saber que se transmitía de una a otra generación, sin requerimientos de asignatura.

Distinguimos entre los taxistas que responden a los buenos días y los que no, el barman que pone posavasos y el que no, la cajera que respeta las pausas y la que no. Son los vestigios de una formalidad que no era tan banal como creímos. Por eso ahora cada vez más habrá quien desee una reforma de la formalidad; es decir, un retorno a lo formal, desde las antiguas normas de urbanidad hasta las formas litúrgicas tradicionales. Hay quien propugna un regreso a los modos del cortejo tradicional, a costumbres como jugar a los bolos, a escenas familiares como tocar el piano.

El egoísmo y el altruismo combinan bien como código esencial de formalidad personalizada. Dan pedigrí, desbrozan el viejo jardín de las buenas maneras, aceleran las formas de goce que son una forma destacada de civilización. Entramos en el proceso de reapreciación de lo formal. Una fatiga similar a la que nos saturó de formalidad ahora nos lleva a cansarnos de tanta informalidad. Al diablo con los almuerzos de fin de semana en el jardín del semiadosado entre humos de barbacoa. Al diablo con un profesorado que no sabe mantener en cintura a nuestros hijos. Al diablo con la informalidad que viene siendo excusa para disimular la ineficiencia, la descortesía y la ignorancia.

Convertirnos a lo informal fue relativamente fácil. Se hizo costumbre, rito, pero ahí estaba la formalidad como una forma de añoranza en potencia. Esa nostalgia regresa para casarnos de blanco y por la Iglesia, ir a la fiesta de fin de curso, aprender cómo se usan los cubiertos de pescado, saber que los sénior de la familia tienen un lugar especial a la mesa. Tener presente que los diplomáticos existen para solventar fricciones que puedan desgastar al Estado. Mantenerse en la idea de que una familia debe comer junta y siempre a las mismas horas, con la televisión desconectada.

Cada vez importa más volver a ser formales, después de un periodo exacerbado de informalidad. Que todos volvamos a ser un poco más formales por fuerza ha de cambiar no pocos hábitos públicos que impusieron un desorden donde antes había reinado la formalidad. Regresaríamos a una teología de la formalidad, como un quehacer del orden imprescindible para el buen rodaje de la vida. Algo de nuestra identidad se cifra en lo formal, como algo quedó desintegrado al imponerse de modo tan sistemático la informalidad. Al final, la informalidad se ha hecho una carga, y los métodos de la formalidad regresan como algo etéreo. Cedamos el asiento a las ancianas, seamos puntuales, dignos de la máxima confianza. Comprenderemos al final que ser formales es una forma privilegiada de ser.


Via vanguardia opinion

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