La política de Kissinger

Cuenta Jean Daniel que, a comienzos de los 70, Raymond Aron y él veían con frecuencia en París a Henry Kissinger, entonces en la cima de su poder como consejero de Seguridad Nacional y, más tarde, secretario de Estado del presidente Nixon. Aron admiraba la insuperable maestría con la que Kissinger exponía los detalles de la geopolítica y su influencia en la evolución de las naciones. Durante una cena en casa de Pierre Salinger –ex consejero de prensa del presidente Kennedy– se produjo un vivo cambio de impresiones entre Aron y Kissinger. Aron se expresó en estos términos: “Henry, yo no hubiera sido capaz de ordenar los bombardeos de Camboya y después irme a dormir tan tranquilo”. A lo que Kissinger, imponente e impasible, contesto entre dientes: “Querido Raymond, a nadie se le hubiera ocurrido encargarle a usted semejante misión”. La respuesta es brillante y muestra la agudeza y la capacidad de seducción del personaje, pero plantea otro interrogante de mayor calado: ¿por qué Henry Kissinger podía irse a dormir tranquilo después de ordenar el bombardeo de Camboya?

Existe en la obra de los artistas –escritores, músicos, pintores…– un hilo conductor, a veces muy soterrado y otras más evidente, que confiere a toda su producción cierta unidad y coherencia y que va más allá del parecido que proporciona un mismo estilo. Se trata, en suma, de un rasgo dominante, que constituye el eje axial de toda su producción y permite identificarla. Así sucede también con los filósofos, pensadores e investigadores: es perceptible en todos sus libros y artículos una idea básica, que es la raíz profunda de todos sus trabajos ulteriores. Así sucede con Henry Kissinger. El primer libro de Kissinger –su tesis doctoral– es A world restored, que estudia la política europea de Metternich y Castlereagh, los estadistas austríaco y británico que dibujaron el mapa de Europa tras la convulsión napoleónica, y articularon un sistema de equilibrios y alianzas destinado a perpetuar la hegemonía de quienes la ostentaban a resultas de su victoria sobre Napoleón. Metternich es, para Kissinger, el auténtico artífice, el héroe, de este éxito, que –según Judt– retorna siempre en su obra posterior, como sucede con Diplomacy, que dedica una atención preferente al sistema ideado por Metternich, al que no sólo considera un ejemplo del pasado, sino también un modelo para el futuro. Tanto que, tras la caída del comunismo, “cabe esperar –según sus palabras– que se desarrolle algo parecido al sistema de Metternich”. Lo que no constituye un simple deseo, sino una auténtica fijación del objetivo al que debe aspirar la diplomacia estadounidense, demasiado influida –a su juicio– por el idealismo wilsoniano y necesitada de recuperar el imprescindible realismo que se precisa para una defensa firme y eficaz de los propios intereses nacionales. De ahí que –según él– “la victoria en la guerra fría ha abocado a EE.UU. a un mundo que guarda muchas semejanzas con el sistema de estados europeos de los siglos XVIII y XIX”, pues “el sistema internacional que más duró sin una gran guerra fue el que surgió tras el Congreso de Viena: combinaba la legitimidad y la estabilidad, los valores comunes y una diplomacia basada en el equilibrio de poder”.

“Equilibrio de poder”: esta es la fórmula. Una fórmula que parte del axioma de que el mundo ha de estar regido por las grandes potencias, a cuyos intereses deben plegarse los demás estados. Una fórmula que exige tener poder y ejercitarlo con “realismo”, es decir, sin remilgos y de forma expeditiva cuando su uso es preciso para preservar la propia hegemonía y mantener aquel equilibrio, aunque Kissinger no llegó a defender su empleo preventivo. Y una fórmula, en fin, que permitió a Kissinger ir a dormir tranquilo después de que el presidente Nixon ordenase el bombardeo de Camboya a sugerencia suya y, por cierto, sin informar a casi nadie más.

Este último detalle –sin informar a casi nadie más– pone en la pista de la primera gran objeción que puede hacerse a la política de Kissinger.

Metternich sólo respondía ante el emperador, mientras que ahora los acontecimientos pueden ser percibidos por todos, en no importa qué lugar y en cualquier momento, lo que conlleva que la política exterior de un país esté sujeta a los límites de una democracia pluralista: normas constitucionales, votantes a los que convencer y partidos con los que pactar. La segunda objeción a la política de Kissinger aún es de mayor calado. En un mundo global caracterizado por la difusión –difusión de la información, difusión del poder, difusión de la capacidad de actuar con violencia…– no será posible mantener un orden internacional estable que no esté basado en su aceptación, ampliamente mayoritaria, por la mayoría de los estados. Ningún Estado, por fuerte que sea –sólo o en cuadrilla–, nunca tendrá ya fuerza suficiente para meter al mundo en cintura, en beneficio de su particular interés. No es ocioso repasar algunas de estas ideas, a la luz de lo que está pasando en Libia


Via vanguardia opinion

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