Van eclipsándose los templarios de las novelas que se leen en el metro y en el AVE. A lo mejor está punto de iniciarse la moda de aquellos caballeros de la orden teutónica que imperaron tanto en la Europa del norte. Millones de seres humanos desean que alguien les cuente una historia casi todos los días: un novelista, los guionistas de cine o de televisión. Ni más ni menos que el viejo hechizo de las historias contadas ante la chimenea. Hubo hace unos años quien quiso instalarse en la ciencia de la narratología pero eso ya se inventó en el hilván de las mil y una noches. La sociología de bolsillo lleva a pensar que en los autobuses y en la sala de espera de los dispensarios muchas más mujeres que hombres leen libros. Fundamentalmente, novelas, no memorias ni ensayos. Libros que cuenten historias que comiencen por el principio y acaben por el final. Historias sin mucho estilo. En fin, los folletines de nuestro tiempo. Novelas con detalles, con un tiempo que pasa y se hace con el lector.
Claro que las grandes novelas hacen algo más que contar una historia: enseñan algo sobre la vida. Son una experiencia que compartimos con el escritor y no sólo una historia más o menos bien contada, ya sea Madame Bovary o Los novios. Incluso el más eficaz de los narradores, siendo además escritor, convierte la historia bien contada en algo más. Eso ocurre con Stevenson o Dumas. Con razón en los talleres cubanos del gran cigarro se escuchó leer con tanta pasión El conde de Montecristo que se le pidió permiso a Dumas para darle ese nombre a lo que fue y no es un gran puro. Historias para la noche, a la luz de la lumbre, episodio tras episodio. Continuará.
Indudablemente, el empacho de templarios ha sido monumental. Se han convertido en historias maquinales, hechas con formulario, quien sabe si con plantilla informática, ya ineludiblemente aburridas. De David Copperfield a Papillon una historia bien contada siempre tiene seguidores. El lector quiere, entre otras cosas, entretenerse. Regresemos a Los miserables. Todo está allí, con una energía existencial y tal calidad de panorama histórico que el lector acaba por ver lo que lee: los personajes, las casas, el hospital para desahuciados, la mazmorra o el patio del convento. ¿Hay algo ingenuo en el simple narrador y en el simple lector de historias? Aquel público masivo del siglo XIX acabó por no leer más novelas cuando quisieron ser vanguardia o pensamiento, cuando dejaron de ser –entre otras cosas– algo entretenido. Luego reaparecieron los templarios y para pasado mañana quién sabe qué. A saber si queda tiempo para que se escriban y lean grandes novelas. Hay novelistas de sprint y novelistas de larga distancia. Con unos u otros personajes, siempre habrá artilugios narrativos que nos cuenten lo que el viento se llevó.